viernes, 22 de octubre de 2010

¿Por qué los árboles tienen raíces?


Época: siglo XV a.C.

Lugar: Yepatunón, antigua ciudad del siglo XV.

Personajes:
• Reíces. Era el árbol joven e independiente de la familia.
• Leda. Hermana mayor de Reíces.
• Diosa Catamanila. Diosa de la Vegetación y poseedora de grandes poderes.
• Señor Silva. El más anciano y sabio de los árboles.

Hecho: El castigo con la fijación al suelo por medio de las raíces de los árboles.

MITO:

En un pasado muy lejano, alrededor del siglo XV a. C., había un lugar lleno de alegría, en el que siempre se disfrutaba de la felicidad y sabiduría de los viejos árboles. Porque en esa época los árboles disfrutaban caminando por toda la ciudad y ayudando a las personas con preguntas que ellas mismas no se podían contestar, porque los humanos y los árboles convivían juntos en plena armonía y complicidad.

Así, este lugar era llamado Yepatunón, y en él vivía una familia que destacaba frente a las demás. Esto era así porque se componía por dos hermanos que vivían con su abuelo, pero no era un abuelo-árbol como cualquier otro del lugar, era el más anciano de todos los habitantes. Así, era un árbol milenario, y con ello el más sabio de todos, al que pedían consejo y cuidaban con amor y cariño. Por otro lado estaba Leda, la hermana mayor, que cumplía su función de protección frente a su hermano, que a pesar de que no seguía siendo un niño ella no lo aceptaba. Y por último, se encontraba Reíces que era muy independiente y creía que su abuelo y Leda lo único que querían era controlarlo.

De esta manera la tranquilidad reinaba en Yepatunón, hasta que un día la Diosa Catamanila, Gran Diosa de la Vegetación y poseedora de grandes poderes sobre ésta, mandó a uno de sus criados a llamar a Reíces para que le respondiese a una duda que rondaba en su mente.

Cuando Reíces llegó al Templo Sagrado se quedó maravillado al ver la riqueza que relucía por todo el gran palacio. Posteriormente, se propuso entrar, y lo hizo. Entró por la puerta principal, la más grande que jamás hubiera visto. Cuando estaba en el interior lo recibió la Diosa, que con un gesto de superioridad se dirigió a él y lo saludó, y lo mismo hizo el aludido. Después de esto, la Diosa le formuló la pregunta que tanta intriga le causaba. Y le preguntó: “¿Qué es lo que hay en la cima de la Montaña del Poder que se ve tan blanco y tan reluciente?” A lo que él le respondió que eran diamantes que brillaban por la luz del Gran Sol, ya que como el nombre de la montaña indicaba tenía que poseer un inmenso poder. Y la Diosa, no muy conforme, se quedó con un gesto de insatisfacción en la cara. Reíces le preguntó que por qué esa cara, y Catamanila le contestó que dudaba de su “gran saber”, ya que la respuesta era algo pobre y que se la podía haber respondido cualquier ignorante humano. Reíces le puso mala cara y dio la vuelta para irse. Antes de salir por la puerta la Diosa le rogó que esperase, y le propuso un reto para poner a prueba su sabiduría, un reto un tanto complicado.

Se trataba de que Reíces llevara a la Diosa a la montaña y que le mostrara la inmensa cantidad de diamantes que relucían allí. Asimismo, cuando la Diosa le propuso el reto, se reflejaba en sus facciones la avaricia de Catamanila. Reíces aceptó el reto sin miedo.

Así pues, se dirigió a su casa para poner al tanto de todo lo que estaba pasando a su abuelo. Pero la reacción del Señor Silva no fue tan buena como él esperaba, sino que le advirtió que la respuesta era la equivocada, que no jugara con la Diosa porque lo castigaría de por vida, y que no eran diamantes lo que había en lo alto de la montaña, sino agua congelada. Asimismo, su hermana Leda apoyaba la idea de su abuelo y le rogaba que le prestara atención y que siguiera su consejo.

Como era obvio Reíces no le creyó y se rió de la conclusión de su abuelo, porque le parecía absurda la idea de que fuera agua. Aún así, salió rumbo a Templo para buscar a Catamanila.

Una vez juntos partieron hacia a su destino. Atravesaron un espeso bosque lleno de animales extraños que observaban su caminar. Y después de un largo rato andando se dieron cuenta de que estaban en plena madrugada, pero continuaron hasta que llegaron a la ladera de la montaña, dónde decidieron hacer una pausa para dormir y descansar un momento.

Pasó un largo rato cuando la Diosa se despertó sobresaltada, despertando a gritos a Reíces, que abrió los ojos de repente y se quedó asombrado al igual que Catamanila al observar lo mismo que ella. Se quedaron boquiabiertos cuando vieron el gran resplandor que desprendía la cima de la montaña con la luz del sol al amanecer. El ansia de poder y de riqueza se adueñó de ellos e hizo que salieran rápidamente caminando para seguir el rumbo de su viaje. Pero, no tardaron mucho tiempo en llegar a la cumbre, cuando sucedió lo inevitable.

Reíces se quedó con un gesto de terror en la cara cuando observó que lo que le afirmaba el Señor Silva era verdad, allí no había diamantes relucientes, sino que era una masa blanca que cuando la cogía en la mano se derretía formando gotitas de agua fría. La Diosa reflejaba el odio en el rostro y la humillación por haberse dejado llevar por ese jovenzuelo que se creía tan sabio, y por pensar que podría tener la infinita riqueza.

Como Diosa de la Vegetación, empezó a reflejar su odio haciendo que todas las plantas que quedaran al alcance de su vista se marchitaran. Así, el bosque que habían dejado atrás se convirtió en una espesa mancha marrón, y lo que era peor, la ciudad quedó también marcada por la Diosa.

Al mismo tiempo que ocurría esto, Catamanila formuló unas palabras que maldecían a todos los árboles por creerse tan poderosos en la sabiduría y haberla humillado de ese modo tan penoso. De este modo, castigó a todos los árboles que poblaban el planeta con el silencio eterno y la fijación a la superficie de la tierra para siempre, por medio de unas garras que salieran de sus entrañas y que los aferraran al terreno para toda su larguísima vida. De esta forma, el castigo de la Diosa fue crearle raíces a los árboles, otorgándole el nombre procedente de Reíces.

Y así los árboles han perdurado hasta nuestros días, tal y como eran desde la maldición y con el sufrimiento en silencio de su aburrida e inmóvil vida.

Keila J. G.
Curso 2010/2011

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